El Gobierno nacional ha implantado una serie de medidas para mejorar la condición del nivel medio educativo, el más conflictivo no sólo a nivel nacional sino planetario.
Concentración de las horas docentes para que los alumnos tengan algo más que profesores momentáneos que van cambiando todo el tiempo, y que componen un zapping vertiginoso. Tutores para los alumnos, para que apoyen a estos tanto en lo emocional como en lo pedagógico. Y planes de estudio donde se busca no sólo trabajar por disciplinas científicas, sino también en aplicaciones a problemas concretos.
Recién comienzan a ser aplicadas estas medidas, por cierto que beneficiosas. Pero mientras tanto, hemos asistido en Mendoza a una descomunal “rateada” colectiva convocada por Facebook, es decir, surgida desde los lenguajes de las nuevas tecnologías a que apelan los jóvenes. Unos tres mil estudiantes congregados en Plaza Independencia, afortunadamente de manera pacífica y tranquila. Sin apelación masiva al alcohol, ni signo alguno de violencia.
Los aconsejadores mediáticos habituales para estos casos nos hablan de comprender a los jóvenes a la vez que de tratar de que ellos adviertan la gravedad de su falta a las normas. La oscilación misma de estas sugerencias muestra que la confusión no es sólo de los alumnos, sino también de algunos de los que los tienen a cargo.
Y no es para menos. Es verdad que estamos en épocas de pérdida de advertencia de la normatividad y de las obligaciones. Los alumnos protagonistas de la rabona apenas sabían responder por qué la habían hecho, y no parecían advertir que hubiera en ello algún problema. Algunos aludían al permiso que habían pedido a sus padres, y que estos les habrían concedido. Es cierto: para un padre no es fácil prohibir lo que otros padres permiten. Pero también es cierto que hay padres que han perdido el sentido de su rol de tales. Que no saben poner límites ni reglas, de modo que pareciera que una transgresión como la de faltar a clase por gusto, sería tan natural como el hecho de presentarse normalmente en el aula.
Y por eso mismo, la transgresión deja de serlo. Transgredir implica faltar a una regla que está impuesta. Implica el riesgo de oponerse a lo establecido. Estos alumnos no se oponían a nada, ni asumían riesgo alguno; aparentemente, llamar en un medio escrito a faltar colectivamente a clases no configura una falta a reglamentos preestablecidos, los cuales a menudo son vetustos y antiguos; anteriores no sólo al Facebook, sino a la comunicación computacional en general.
Tiene poca gracia esta transgresión permitida. Menos aún la tiene la actitud de padres que, sin noción de que las obligaciones todavía existen, entienden que tienen que permitir estas conductas. Difícilmente se promuevan de esta manera actitudes maduras frente al mundo del trabajo, el del estudio, o el de las instituciones públicas en general.
Pero hay una cuestión de fondo de la que no se habla. El problema es aquel sobre el cual se han planteado las reformas desde el Gobierno nacional: es imprescindible cambiar la escuela media. Mientras en esa edad neurálgica los alumnos sientan la escuela como ajena, será inútil intentar motivarlos hacia la misma.
Y habrá que ir lejos y profundo en ese camino. La Argentina ha tratado mal a los agentes del cambio educativo: Luis Iglesias, las hermanas Cosettini, Carlos Vergara, no fueron bien tratados. Incluso, muchos han creído que la escuela es un oscuro santuario dedicado a las antigüedades, no un espacio de formación desde el presente para el futuro. Son los que se opusieron a la educación sexual, aquellos que tratan de que las cosas no se digan por su nombre.
Los adolescentes son sensibles a cómo se los trate, y muy especialmente a detectar la hipocresía. La escuela media deberá, entonces, aggionarse a los tiempos. Tendrá que producir una monumental transformación de los procedimientos, para no ser ya un espacio de tedio, y serlo siempre de creatividad e imaginación. Habrá que incluir la tecnología electrónica en la escuela (para lo cual viene muy bien la decisión de llevar computadoras a los establecimientos). Habrá que poner colorido y juego a lo que a menudo se da como ritual y costumbre. Habrá que hacer que los alumnos tengan ganas de ir a la escuela, y que detesten los días sin clases. Que prefieran el desafío de enfrentar problemas que se parecen a los de la vida y el trabajo, en vez de contenidos anquilosados en viejos apuntes docentes.
Hay un largo camino que recorrer, entonces. Está abierto el camino a una imaginación creadora que modifique la cultura de la escuela desde la raíz, sin dejar de asumir un rol responsable y serio en pro de las nuevas generaciones. Mientras no sea así, seguiremos en el triste espectáculo de alumnos huyendo de sus clases, para peor imitados ahora desde otras provincias, como si su liviana conducta los transformara en héroes.
Escrito por: Roberto Follari
Fuente: Jornadaonline
0 Comentar:
Publicar un comentario